Feliz día del amigo

El mensaje se repetía en mis redes sociales con todas sus variantes. Leía los mensajes con atención. Sonreía con los ojos tristes, porque estar lejos de la patria es difícil.

No soy de las que se desangran extrañando. Diría que me adapto muy bien a cualquier tipo de de ambiente. Pero ese sábado hacía un calor espantoso en Nueva York y por mi corazón corría un viento helado.

Sólo unos minutos con mi teléfono alcanzaron para llenarme el culo de nostalgia.

Ahí estaba, chivando como testigo falso y amargada como una estúpida. ¿Por qué me sentía tan miserable? Si me encanta este lugar. El bosque es maravilloso y la gente es muy linda. Era mi día libre y podía estar disfrutando, pero era el día del amigo, y me pesaba un poquito el alma.

A veces mi cabeza es más complicada de lo que me gustaría. Vivo en el limbo, entre el eterno optimismo y el delirio de mis carajos existenciales. Es difícil trabajar en otro idioma. A ver, que hablo inglés hace mil años y sin embargo el shock cultural siempre me pega una trompada.

Vivimos todos los internacionales en el mismo lugar donde trabajamos. Y es mucho más llevadero de lo que parece. Los ingleses son especiales. Sajones, para ser más justa. Son educados y amables. Las cosas se hacen como tienen que ser, en el horario que tienen que ser. Siempre te interpelan con una pregunta, para que vos hables. Porque son así, corteses.

A veces siento que en su amabilidad ceden más de lo que quisieran. Son como los gatos. Son bonitos, caen parados y nunca sabés si secretamente planean matarte.

O tal vez soy solo yo. Que te atropello con las palabras, que soy tan torpemente intensa. Que no entiendo mucho eso de las medias tintas. Me cuesta navegar el terreno de las sutilezas, esas mil expresiones inglesas para decir que no, y para decir que sí cuando realmente te quieren mandar a la mierda. Pero te tienen paciencia, y no lo hacen.

Extraño el ¿qué hacés, gorda boluda? Y algunos insultos que me hacen sentir más argentina. Más yo. Menos sola.

Es que quería estar sola. No me podía fumar un solo pelotudo con ese calor del horror. Decidí que iba a ir a la sala de música. Ahí podía agarrar la guitarra, el piano, la batería. Cantar y hasta quizá masturbarme ¿por qué no? Quería un poquito de endorfinas, pensar en cualquier otra cosa menos en el vacío que me invadía.

Subí por la colina, abrí la puerta y entré decidida a pasarla bien. Un hedor nauseabundo me invadió la nariz. Raro. Yo nunca dejo basura adentro.

Entonces la vi.

Había una rata muerta al lado de mi guitarra.

Pegué un alarido desde el fondo de mis pulmones y salí corriendo como una nena asustada.

Las imágenes pasaban por mi cabeza a toda velocidad. Una rata, una puta rata muerta. Horas limpiando la caca de la sala de música. El horrible chirrido que hacen cuando se relamen. Parece una risa malvada. Como la vida ahora, cagándose de risa de mí. ¿Es que tengo un imán para gente que me hace mal? ¿Por qué insisto poner mi energía en lugares donde no es bien recibida?

Es que el problema no es ninguna cultura… el problema soy yo, que me vinculo afectivamente como el reverendísimo ojete y me voy a morir sola. Como esa rata. Inmóvil y patética, pudriéndome en el calor newyorkino.

Me senté detrás de un árbol y rompí en llanto desconsolado.

– Cariño, ¿estás bien? ¿Qué pasó?

Unos ojos grandes y celestes me miraban con ternura. Era mi compañera Gabrielle, una inglesa instructora de yoga. Yo lloraba y lloraba, y ella me abrazaba en silencio.

– Lo siento Gab. Ha sido un día muy largo. Y me encontré una rata. Y estoy en shock.-tartamudeé como pude.

Me dijo que no me preocupe, que ella se iba a encargar de todo. Volvimos a la sala de música. Como una cruel moraleja, la rata estaba muerta arriba de una hoja de papel donde estaba escrita la canción para mi ex. Otra rata inmunda.

– ¿Por qué hay un puto roedor aquí, Gab? Si yo nunca traigo comida – pregunté confundida-

– Roxy, no creo que este animalito haya venido a comer nada. Vino aquí a morir. Seguro llegó agonizando. Quizás estaba buscando un poco de paz, y eras vos la que se la tenías que dar. ¿No es adorable que te haya elegido?

Gab y su optimismo. A quién carajo le parece adorable un bicho muerto. Es asqueroso. Pero no podía decirle eso. Ella estaba ahí, dándolo todo con 40 grados de sensación térmica. Tenía que aprender a ser más amable. Asentí y seguí llorando bajito.

– Roxy, esto es lo que haremos. Vamos a enterrar a la rata, porque si la tiramos a la basura va a seguir atrayendo moscas. Y luego de enterrarla, le daremos una pequeña ceremonia funeraria, así la despedimos con amor y como corresponde. ¿Qué te parece?

El llanto se hizo carcajada. Esta piba era increíble. Mira que yo soy hippie con OSDE pero esta me ganaba. Obvio que le dije que sí.

Con mucho coraje, la inglesa agarró al animal con una bolsa de plástico y lo apoyó en un montículo de tierra a unos metros de la sala. Agarramos una pila de hojas caídas y la tapamos haciéndole una suerte de tumba.

– Un funeral no está completo sin flores – me dijo- Vamos a buscar algunas.

Elegimos unas lilas al lado de la sala de lectura y volvimos a nuestro velorio.

– Bien Roxy, dile unas palabras.

– Querida ratita. –empecé- Es un honor que hayas elegido la sala de música para morir tan noblemente. Te pido por favor que no le avises a tus amigos. En la semana vienen los niños y no es un lugar seguro para ratas. Tu popó tiene bacterias que no le hacen bien a los humanos. Pero sé que no tenés malas intenciones. Te deseo descanso eterno y mucho queso en el cielo de las ratas.

– Me matas, Roxy – agregó Gab riéndose- No tengo mucho más para decir. Pequeña ratita, te honramos. Gracias por habernos regalado tu presencia. Ojalá encuentres paz.

La rubia le tiró las lilas encima y dimos por concluida la ceremonia.

Volví a la sala de música. Levanté el papel donde el animalito se había muerto. “Oda al machirulo”, rezaba el título de mi canción. Y debajo de la primera estrofa, la rata había dejado una mancha de sangre. Qué poético. Si yo nací para ser artista. Un día esa canción va a sonar en la radio, yo lo sé.
Gab me tomó de la mano, y bajamos por la colina sin decirnos nada. Nos lavamos las manos y me dio un abrazo fuerte.

– Te quiero pequeña. Todo va a estar bien. ¿Vamos a por un poco de helado?

Asentí con un nudo de mocos atravesado. Quería una tonelada de carbohidratos después de ese día.

Si hoy me preguntás qué es un amigo, te diría que es el que te ayuda a enterrar una rata. Y no importa cuán roto estés. El amor, siempre te encuentra.

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